Hay un poema titulado “La Cruz Cambiada”. Representa a una persona frustada que pensaba que con toda seguridad, su cruz era más pesada que la de todos aquellos que había a su alrededor, y deseaba el poder cambiarla por otra. Se quedó dormida y en su sueño fue conducida a un lugar donde había muchas cruces de diferentes clases y tamaños. Había una pequeña preciosísima, adornada con piedras muy valiosas y oro. Mirándola dijo, “Esta podré llevarla con gran comodidad”. Así que la cogió y se la colocó, pero su cuerpo debilitado temblaba debajo de ella. Las joyas y el oro eran muy bellos, pero demasiado pesados para ella.
Después vió otra cruz magnífica con flores preciosas entrelazadas alrededor de su forma escultural. Con toda seguridad, ésta parecía ser la más apropiada para ella. La levantó, pero encontró que debajo de aquellas flores había espinas punzantes que rasgaron su carne.
Por último, cuando iba a marcharse, se encontró con una cruz muy sencilla, sin alhajas ni talladuras, pero sí con unas palabras amorosas inscritas sobre ella. La tomó y se convenció de que ésta era la mejor de todas y la podía llevar con más facilidad. Y al mirar a esta cruz bañada con un Esplendor Celestial, reconoció que era su cruz antigua. Volvió a encontrarla y aquella cruz fue para ella, la mejor y la menos pesada.
Dios sabe muy bien la clase de cruz que nosotros debemos llevar. Nosotros no sabemos cuál es el peso de las cruces de los demás. A veces envidiamos a alguna persona que es rica. Vemos que su cruz es de oro y está adornada con alhajas, pero ignoramos lo pesada que puede ser. Vemos a otras personas que parecen muy felices. Las cruces que llevan están entrelazadas con flores. Si pudiésemos probar todas aquellas cruces que creemos que son menos pesadas que las nuestras, llegaríamos a la conclusión de que ninguna de ellas nos sienta tan bien como la nuestra.
Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su Cruz cada día, y sígame.
{Lucas 9: 23}